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Hablemos de "Ven Sígueme".

Hablemos de "Ven Sígueme".
Author: Mahonrry Y Joel Barrios
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© Mahonrry Y Joel Barrios
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En este podcast estudiamos la clase de ven sígueme de cada semana. Este no debe tomarse en ninguna manera, como substituto para el estudio personal y/o familiar de las escrituras.
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El salir de Egipto, aunque fue muy importante y sucedió de un modo milagroso, no trajo a efecto de forma plena los propósitos que Dios tenía para los hijos de Israel. Ni tampoco la futura prosperidad en la tierra prometida era el objetivo máximo que Dios quería para ellos. Aquellos eran tan solo pasos hacia lo que Él verdaderamente deseaba para Su pueblo: “Santos seréis, porque santo soy yo, Jehová, vuestro Dios” (Levítico 19:2). ¿De qué modo buscaba Dios que Su pueblo se santificara cuando todo lo que habían conocido había sido la servidumbre durante generaciones? Les mandó que establecieran un lugar de santidad a Jehová: un tabernáculo en el desierto. Les dio convenios y leyes para encaminar sus acciones y, con el tiempo, cambiarles el corazón. Y les mandó que, cuando fracasaran en sus esfuerzos por guardar dichas leyes, hicieran sacrificios de animales como símbolo de la expiación de sus pecados. Todo aquello tenía el propósito de dirigirles la mente, el corazón y la vida en dirección al Salvador y a la Redención que Él ofrece. Él es el verdadero camino a la santidad, tanto para los israelitas como para nosotros. Todos hemos pasado algún tiempo en la cautividad del pecado y a todos se nos invita a arrepentirnos: a dejar atrás el pecado y seguir a Jesucristo, quien ha prometido: “… puedo haceros santos” (Doctrina y Convenios 60:7).
Para consultar una reseña del libro de Levítico, véase “Levítico” en la Guía para el Estudio de las Escrituras.
El viaje de los israelitas desde Egipto hasta la base del monte Sinaí estuvo colmado de milagros: manifestaciones innegables del poder, del amor y de la misericordia incomparables del Señor. Sin embargo, el Señor tenía bendiciones reservadas para ellos que iban más allá de liberarlos de Egipto, y de satisfacer su hambre y su sed físicos. Él deseaba que llegaran a ser Su pueblo del convenio, Su “especial tesoro” y un “pueblo santo” (Éxodo 19:5–6). En la actualidad, las bendiciones de dicho convenio se extienden más allá de una sola nación o pueblo. Dios desea que todos Sus hijos lleguen a ser Su pueblo del convenio y que “d[en] oído a [Su] voz y guard[en] [Su] convenio” (Éxodo 19:5), pues Él muestra Su misericordia “a millares, a los que [lo] aman y guardan [Sus] mandamientos” (Éxodo 20:6).
La vida de Jesucristo “es fundamental para toda la historia de la humanidad” (“El Cristo Viviente: El Testimonio de los Apóstoles”, ChurchofJesusChrist.org). ¿Qué significa eso? En parte, ciertamente significa que la vida del Salvador influye en el destino eterno de todo ser humano que haya vivido o que vivirá. También podría decirse que la vida y la misión de Jesucristo, que culminan en Su resurrección aquel primer Domingo de Pascua, conectan a todo el pueblo de Dios a lo largo de la historia: quienes nacieron antes de Cristo miraron anhelosamente y con fe hacia Él (véase Jacob 4:4), y quienes nacieron después, miraron en retrospectiva y con fe hacia Él. Al leer los relatos y las profecías del Antiguo Testamento, jamás vemos el nombre Jesucristo, pero sí vemos la evidencia de la fe de los creyentes de antaño en su Mesías y Redentor, y el anhelo que sentían por Él. De modo que nosotros, a quienes se nos invita a recordarlo a Él, podemos sentir el vínculo con quienes lo esperaban a Él. Pues ciertamente Jesucristo ha llevado “la iniquidad de todos nosotros” (Isaías 53:6; cursiva agregada), y “en Cristo todos serán vivificados” (1 Corintios 15:22; cursiva agregada).
Los israelitas estaban atrapados; tenían el mar Rojo a un lado y al ejército de Faraón que avanzaba por el otro. En apariencia, su escape de Egipto sería fugaz. No obstante, Dios tenía un mensaje para los israelitas que deseaba que recordaran durante generaciones: “No temáis […]; Jehová peleará por vosotros” (Éxodo 14:13–14).
Desde aquella ocasión, cuando el pueblo de Dios necesitó fe y valor con frecuencia ha recurrido a este relato sobre la milagrosa liberación de Israel. Cuando Nefi quiso inspirar a sus hermanos, dijo: “… seamos fuertes como Moisés; porque él de cierto habló a las aguas del mar Rojo y se apartaron a uno y otro lado, y nuestros padres salieron de su cautividad sobre tierra seca” (1 Nefi 4:2). Cuando el rey Limhi quiso que su pueblo cautivo “levanta[ra] [la] cabez[a] y [se] regocija[ra]”, les recordó ese mismo relato (Mosíah 7:19). Cuando Alma quiso testificar a su hijo del poder de Dios, también se refirió a aquel relato (véase Alma 36:28). Y cuando nosotros necesitemos ser liberados —cuando necesitemos un poco más de fe, cuando necesitemos “esta[r] firmes y ve[r] la salvación [de] Jehová”—, podemos recordar cómo “salvó Jehová aquel día a Israel de manos de los egipcios” (Éxodo 14:13, 30).
Aunque a Egipto lo asolaba una plaga tras otra, Faraón aún se negaba a liberar a los israelitas. Sin embargo, Dios siguió demostrando Su poder y brindó oportunidades a Faraón de aceptar “que yo soy Jehová” y “que no hay otro como yo en toda la tierra” (Éxodo 7:5; 9:14). Mientras tanto, Moisés y los israelitas deben haber observado con asombro aquellas manifestaciones del poder de Dios a su favor. Ciertamente, esas constantes señales confirmaban su fe en Dios y fortalecían su disposición a seguir al profeta de Dios. Entonces, después de que nueve plagas terribles no hubieran logrado liberar a los israelitas, la décima plaga —la muerte de los primogénitos, incluso el primogénito de Faraón— fue lo que finalmente terminó la cautividad; lo cual parece apropiado, ya que en todo caso de cautiverio espiritual solo existe una manera de escapar. No importa qué más hayamos intentado en el pasado, con nosotros sucede lo mismo que con los hijos de Israel; es solo el sacrificio de Jesucristo, el Primogénito —la sangre del Cordero sin mancha— lo que nos salvará.
La invitación a vivir en Egipto salvó literalmente a la familia de Jacob. No obstante, tras cientos de años, sus descendientes fueron esclavizados y aterrorizados por un nuevo faraón “que no conocía a José” (Éxodo 1:8). Les habrá resultado natural a los israelitas preguntarse por qué Dios permitía que les sucediera eso a ellos, Su pueblo del convenio. ¿Se acordaba Él del convenio que había hecho con ellos? ¿Eran ellos todavía Su pueblo? ¿Veía Él cuánto estaban padeciendo?
Es posible que haya ocasiones en las que usted se plantee preguntas similares. Tal vez se pregunte: ¿Sabe Dios por lo que estoy pasando? ¿Escucha mis ruegos para suplicar ayuda? El relato que se encuentra en Éxodo sobre la liberación de Israel de Egipto contesta esas preguntas con claridad: Dios no olvida a Su pueblo. Él recuerda Sus convenios con nosotros y los cumplirá en Su propio tiempo y a Su propia manera (véase Doctrina y Convenios 88:68). El Señor declara: “os redimiré con brazo extendido y con grandes juicios”; “yo soy Jehová vuestro Dios, que os sac[a] de debajo de [vuestras] pesadas cargas” (Éxodo 6:6–7).
Para consultar una reseña del libro de Éxodo, véase “Éxodo” en la Guía para el Estudio de las Escrituras.
Habían transcurrido unos 22 años desde que los hermanos de José lo habían vendido para Egipto. José había sufrido muchas pruebas, incluso lo habían acusado falsamente y lo habían encarcelado. Cuando por fin volvió a ver a sus hermanos, José era señor de toda la tierra de Egipto y solo el Faraón lo superaba en autoridad. Podría haberse vengado de ellos con facilidad y, teniendo en cuenta lo que le habían hecho a él, sería aparentemente comprensible. Sin embargo, José perdonó a sus hermanos. No solo eso, sino que también los ayudó a ver el propósito divino de su sufrimiento. “Dios lo encaminó a bien” (Génesis 50:20), les dijo, ya que lo colocó en posición de salvar a “toda la casa de su padre” (Génesis 47:12) de la hambruna. En muchos sentidos, la vida de José se asemeja a la de Jesucristo. A pesar de que nuestros pecados le causaron gran sufrimiento, el Salvador nos ofrece el perdón y nos libera a todos de una fatalidad mucho peor que el hambre. Ya sea que necesitemos recibir el perdón o perdonar —en algún momento, todos tenemos que hacer ambas cosas—, el ejemplo de José nos señala al Salvador, la verdadera fuente de sanación y reconciliación.
En ocasiones, a las personas buenas les ocurren cosas malas. La vida nos enseña esa lección con claridad, y lo mismo sucede con la vida de José, hijo de Jacob. Era heredero del convenio que Dios había hecho con sus padres, pero sus hermanos lo aborrecían y lo vendieron como esclavo. Se negó a perder su integridad ante las insinuaciones de la esposa de Potifar, y lo encarcelaron. En apariencia, cuanto más fiel era, más dificultades afrontaba. Sin embargo, toda esa adversidad no era ninguna señal de la desaprobación de Dios. De hecho, durante todo aquello, “Jehová estaba con él” (Génesis 39:3). La vida de José fue una manifestación de esta importante verdad: Dios no nos abandonará. El presidente Dieter F. Uchtdorf ha enseñado: “[E]l seguir al Salvador no hará desaparecer todas sus pruebas; sin embargo, hará desaparecer las barreras que hay entre ustedes y la ayuda que su Padre Celestial desea darles. Dios estará con ustedes” (“El anhelo de volver a casa”, Liahona, noviembre de 2017, pág. 22).
Los capítulos 28 y 32 del Génesis hablan sobre dos experiencias espirituales que tuvo el profeta Jacob. Ambas ocurrieron en el desierto, pero bajo circunstancias muy diferentes. En la primera experiencia, Jacob viajaba a la tierra natal de su madre para buscar esposa y, por el camino, pasó la noche sobre una almohada que hizo con piedras. Es probable que no esperara encontrar al Señor en un lugar tan desolado, pero Dios se reveló a Jacob en un sueño que le cambió la vida, y Jacob declaró: “Ciertamente Jehová está en este lugar, y yo no lo sabía” (Génesis 28:16). Años después, Jacob volvió a hallarse en el desierto de nuevo. En esta ocasión, se dirigía de regreso a Canaán y afrontaba un encuentro —tal vez mortal— con su airado hermano Esaú. No obstante, Jacob sabía que cuando necesitaba alguna bendición, podía buscar al Señor, aun en el desierto (véase Génesis 32). Es posible que usted se halle alguna vez en su propio desierto, en busca de alguna bendición de Dios. Tal vez su desierto sea tener alguna relación difícil con la familia, como le sucedía a Jacob. Quizá se sienta alejado de Dios, o sienta que necesita alguna bendición. A veces, la bendición llega de manera inesperada; otras veces, la antecede alguna lucha. Sea cual fuere su necesidad, podrá descubrir que aun en su desierto “Jehová está en este lugar”.
El convenio de Dios con Abraham incluía la promesa de que por medio de Abraham y su posteridad “serán bendecidas todas las familias de la tierra” (Abraham 2:11). No se trata de una promesa que pueda cumplirse en solo una generación: en muchos aspectos, la Biblia es la historia de cómo Dios cumple Su promesa de manera continua. Y Dios comenzó a hacerlo al renovar el convenio con la familia de Isaac y Rebeca. A través de las experiencias de ellos, aprendemos en cuanto a ser parte del convenio. Sus ejemplos nos enseñan sobre la bondad, la paciencia y la confianza en las bendiciones prometidas de Dios. Además, aprendemos que vale la pena renunciar a cualquier “guiso” mundano (Génesis 25:30) a fin de obtener las bendiciones de Dios para nosotros y para nuestros hijos en las generaciones venideras.
La vida de Abraham, repleta de acontecimientos tanto desgarradores como conmovedores, evidencia una verdad que él aprendió en una visión, a saber, que estamos en la tierra a fin de ser probados “para ver si har[emos] todas las cosas que el Señor [nuestro] Dios [nos] mandare” (Abraham 3:25). ¿Demostraría Abraham ser fiel? ¿Seguiría teniendo fe en la promesa de Dios de que tendría una posteridad numerosa, aun cuando él y Sara todavía no tuvieran hijos y ya fueran de edad avanzada? Y una vez que hubo nacido Isaac, ¿soportaría la fe de Abraham lo inimaginable: el mandamiento de sacrificar al hijo por medio del cual Dios había prometido cumplir el convenio, precisamente? Abraham en efecto demostró ser fiel. Abraham confió en Dios, y Dios confió en Abraham. En Génesis 18–23, hallamos ejemplos de la vida de Abraham y de otras personas que pueden inspirarnos a pensar en nuestra propia capacidad de creer en las promesas de Dios, de huir de la iniquidad sin mirar atrás jamás y de confiar en Dios a pesar de los sacrificios.
Debido al convenio que Dios hizo con Abraham, este ha sido llamado “el padre de los fieles” (Doctrina y Convenios 138:41) y “amigo de Dios” (Santiago 2:23). Hoy en día, hay millones de personas que lo honran como su antepasado directo, mientras que otras han sido adoptadas en su familia por medio de la conversión al evangelio de Jesucristo. No obstante, Abraham provenía de una familia problemática: su padre, que se había apartado de la verdadera adoración a Dios, intentó ofrecer a Abraham en sacrificio a dioses falsos. A pesar de ello, el deseo de Abraham era ser un “seguidor más fiel de la rectitud” (Abraham 1:2), y la historia de su vida demuestra que Dios honró ese deseo. La vida de Abraham es un testimonio de que, sin importar cuáles hayan sido los antecedentes de la familia de una persona, el futuro de esta puede rebosar de esperanza.
La historia de Noé y el Diluvio ha inspirado a numerosas generaciones de lectores de la Biblia. No obstante, nosotros, que vivimos en los últimos días, tenemos razones especiales para prestarle atención. Cuando Jesucristo enseñó cómo debemos anticipar Su segunda venida, dijo: “… como fue en los días de Noé, así también será en la venida del Hijo del Hombre” (José Smith—Mateo 1:41). Además, las frases que describen la época de Noé como “corrompida” y “llena de violencia”, bien podrían describir nuestros tiempos (Génesis 6:12–13; Moisés 8:28). El relato sobre la torre de Babel también parece aplicarse a nuestros días, pues describe cómo tras el orgullo surgen la confusión y la división entre los hijos de Dios. Dichos relatos de la antigüedad son valiosos no solo porque nos demuestren que la iniquidad se repite a lo largo de toda la historia; lo que es más importante aún es que nos enseñan qué hacer ante la iniquidad. Noé “halló gracia ante los ojos del Señor” (Moisés 8:27) a pesar de la iniquidad que lo rodeaba. Asimismo, las familias de Jared y de su hermano acudieron al Señor y se las condujo lejos de la maldad que había en Babel (véase Éter 1:33–43). Si nos preguntamos cómo mantenernos a nosotros mismos y a nuestras familias a salvo durante nuestros tiempos de corrupción y violencia, los ya conocidos relatos que hay en estos capítulos tienen mucho para enseñarnos.
A lo largo de la historia, las personas han tratado de lograr lo que Enoc y su pueblo lograron: establecer una sociedad ideal en la que no haya pobreza ni violencia. Como pueblo de Dios, nosotros también tenemos ese deseo; lo llamamos establecer Sion e incluye —además de cuidar de los pobres y promover la paz— el hacer convenios, el vivir juntos en rectitud y el llegar a ser uno con los demás y con Jesucristo, “el Rey de Sion” (Moisés 7:53). Puesto que la obra de establecer Sion continúa en nuestros días, resulta útil preguntar: ¿Cómo lo lograron Enoc y su pueblo? ¿Cómo llegaron a ser “uno en corazón y voluntad” (Moisés 7:18) a pesar de la iniquidad que los rodeaba? Entre los muchos detalles que Moisés 7 nos brinda sobre Sion, hay uno que podría ser particularmente valioso para los Santos de los Últimos Días: Sion no es solo una ciudad, es una condición del corazón y del espíritu. Sion, tal como lo ha enseñado el Señor, es “los puros de corazón” (Doctrina y Convenios 97:21). Por lo tanto, quizás la mejor manera de edificar Sion sea comenzar a hacerlo en nuestro propio corazón y en nuestro hogar.
La mayor parte de Génesis 5 es una lista de las generaciones entre Adán y Eva, y Noé. Leemos muchos nombres de personas, pero no aprendemos mucho en cuanto a ellas. Luego leemos acerca de Enoc, que nació seis generaciones después de Adán, a quien se describe mediante estas curiosas palabras, aunque faltas de explicación: “Caminó, pues, Enoc con Dios, y desapareció, porque lo llevó Dios” (Génesis 5:24). Sin duda, esas palabras encierran una historia; no obstante, y sin más explicaciones, se reanuda la lista de las generaciones. Afortunadamente, Moisés 6 revela los detalles de la historia de Enoc, ¡y qué historia más interesante! Aprendemos sobre la humildad de Enoc, sus inseguridades y el potencial que Dios vio en él, así como la gran obra que realizó como profeta de Dios. También se nos brinda una perspectiva más clara en cuanto a la familia de Adán y Eva, conforme esta progresaba a través de las generaciones. Leemos sobre el “gran dominio” de Satanás, pero también sobre los padres que enseñaron a los hijos “las vías de Dios” y los “predicadores de rectitud” que “hablaron [y] profetizaron” (Moisés 6:15, 21, 23). Resulta de especial valor lo que aprendemos acerca de la doctrina que enseñaban dichos padres y predicadores: la fe, el arrepentimiento, el bautismo y la recepción del Espíritu Santo (véase Moisés 6:50–52). Tal doctrina, al igual que el sacerdocio que la acompaña, “existió en el principio [y] existirá también en el fin del mundo” (Moisés 6:7).
Al principio, la historia de la caída de Adán y Eva podría parecernos una tragedia. A Adán y a Eva se les expulsó del hermoso Jardín de Edén; se los mandó a un mundo en el que siempre están presentes el dolor, el pesar y la muerte (véase Génesis 3:16–19). Además, fueron separados de su Padre Celestial. No obstante, gracias a las verdades restauradas mediante el profeta José Smith en el libro de Moisés, sabemos que, en realidad, la historia de Adán y Eva es esperanzadora y es una parte esencial del plan de Dios para Sus hijos. El Jardín de Edén era hermoso, pero Adán y Eva necesitaban algo más que un bello entorno. Necesitaban —así como todos necesitamos— la oportunidad de progresar. Dejar el Jardín de Edén era el primer paso que se necesitaba para regresar a Dios y, con el tiempo, llegar a ser semejantes a Él. Aquello significaba afrontar oposición, cometer errores, aprender a arrepentirse y confiar en el Salvador, cuya Expiación hace posible el progreso y “el gozo de nuestra redención” (Moisés 5:11). De modo que, al leer acerca de la caída de Adán y Eva, no se centre en la aparente tragedia sino, más bien, en las posibilidades; ni tampoco en el paraíso que Adán y Eva perdieron, sino en la gloria que su decisión permite que recibamos.
Ya que el mundo que nos rodea es tan bello y majestuoso, es difícil imaginar la tierra cuando estaba “desordenada y vacía”, y “vacía y desolada” (Génesis 1:2; Abraham 4:2). Una de las cosas que nos enseña el relato de la Creación es que Dios puede hacer algo magnífico a partir de lo que no está organizado, lo cual es útil recordar cuando la vida parece caótica. Nuestro Padre Celestial y Jesucristo son Creadores, y Su obra de creación para con nosotros no está terminada. Ellos pueden hacer que brille la luz en los momentos oscuros de nuestra vida; pueden formar un suelo firme en medio de los mares tempestuosos de la vida; pueden mandar a los elementos, y si nosotros obedecemos Su palabra tal como los elementos lo hicieron, pueden transformarnos en las hermosas creaciones que se supone que hemos de ser. Eso es parte de lo que significa ser creados a la imagen de Dios, conforme a Su semejanza (véase Génesis 1:26). Tenemos el potencial de llegar a ser semejantes a Él: seres exaltados, glorificados y celestiales. Para consultar una reseña del libro de Génesis, véase “Génesis” en la Guía para el Estudio de las Escrituras.
La Biblia empieza con las palabras: “En el principio creó Dios los cielos y la tierra” (Génesis 1:1). Pero, ¿qué había antes de ese “principio”? ¿Y por qué creó Dios todo eso? El Señor ha clarificado estas preguntas por medio del profeta José Smith. Por ejemplo, el Señor nos ha dado el registro de una visión en la cual Abraham vio nuestra existencia como espíritus “antes que existiera el mundo” (véase Abraham 3:22–28). También nos ha dado la traducción o revisión inspirada de los primeros seis capítulos de Génesis, denominado el libro de Moisés, que no empieza con “en el principio”. En lugar de ello, comienza con una experiencia que tuvo Moisés que proporciona algo de contexto al bien conocido relato de la Creación. Juntas, esas Escrituras de los últimos días son un buen punto de partida para comenzar nuestro estudio del Antiguo Testamento, ya que tratan algunas preguntas fundamentales que nuestra lectura puede plantear: ¿Quién es Dios? ¿Quiénes somos nosotros? ¿Cuál es la obra de Dios y qué lugar ocupamos en ella? Los primeros capítulos del Génesis podrían verse como la respuesta del Señor a la solicitud de Moisés: “Sé misericordioso para con tu siervo, oh Dios, y dime acerca de esta tierra y sus habitantes, y también de los cielos” (Moisés 1:36).
En 1838, el profeta José Smith declaró: “Los principios fundamentales de nuestra religión son el testimonio de los apóstoles y de los profetas concernientes a Jesucristo: que murió, fue sepultado, se levantó al tercer día y ascendió a los cielos; y todas las otras cosas que pertenecen a nuestra religión son únicamente apéndices de eso” (Enseñanzas de los Presidentes de la Iglesia: José Smith, págs. 51–52). Años más tarde, el presidente Russell M. Nelson observó que “[f]ue esta declaración del Profeta la que incentivó a 15 profetas, videntes y reveladores a publicar y firmar su testimonio para conmemorar el aniversario número 2000 del nacimiento del Señor. Ese testimonio histórico se titula ‘El Cristo Viviente’. Muchos miembros han memorizado las verdades que contiene; otros apenas saben que existe. A medida que procuran aprender más acerca de Jesucristo, los insto a estudiar ‘El Cristo Viviente’” (véase “Cómo obtener el poder de Jesucristo en nuestra vida”, Liahona, mayo de 2017, pág. 40). En calidad de Santos de los Últimos Días, nos regocijamos en la bendición de la revelación continua por medio de profetas y apóstoles modernos. Agradecemos sus palabras inspiradas de consejo, advertencia y ánimo; pero sobre todo, somos bendecidos por sus potentes testimonios de Jesucristo, en Navidad y a lo largo del año. Representan más que solo palabras conmovedoras de escritores u oradores hábiles, o perspectivas de expertos en las Escrituras. Son las palabras de los “testigos especiales del nombre de Cristo en todo el mundo” (Doctrina y Convenios 107:23), a quienes Dios ha elegido, llamado y autorizado.
Aun antes de nacer, éramos parte de una familia: la familia de nuestros Padres Celestiales. Cuando llegó el momento de dejar Su presencia, debió haber sido reconfortante saber que en la tierra las familias también eran parte del plan de Dios. El modelo en la tierra está destinado a duplicar el modelo perfecto del cielo. No hay garantías de que las familias terrenales serán ideales o siquiera funcionales, pero como el presidente Henry B. Eyring enseñó, las familias “brindan a los hijos de Dios la mejor oportunidad de ser acogidos en el mundo con el único amor de la tierra que se acerca a lo que sentimos en el cielo: el amor de los padres” (“Congregar a la familia de Dios”, Liahona, mayo de 2017, pág. 20). Con el conocimiento de que las familias son imperfectas y que están sujetas a los ataques del adversario, Dios envió a Su Hijo Amado para redimirnos y sanar a nuestras familias; y mandó profetas de los últimos días con una proclamación para defender y fortalecer a las familias. Si seguimos a los profetas y ponemos la fe en el Salvador, aun cuando las familias terrenales no alcancen el ideal divino, hay esperanza para las familias, tanto en la tierra como en el cielo.