Crecer en el amor

La oración es necesaria siempre.

Jesús eligió construir su Iglesia sobre Pedro, un hombre imperfecto pero de fe inquebrantable. Esto nos recuerda que la Iglesia no es una institución intocable ni una construcción hecha por manos humanas. Es, ante todo, un proyecto divino, guiado y sostenido por el Espíritu Santo, aunque compuesto por seres humanos falibles.

Cada uno de nosotros es como un árbol que Dios ha plantado en el jardín de la vida. Y cada uno ha sido dotado de talentos únicos, nuestras semillas, que tenemos el deber de descubrir, cuidar y cultivar. Pero no solo para nosotros mismos, sino también para el beneficio de los demás.

Vivimos en un tiempo donde, lamentablemente, el sentido de lo sagrado parece haberse perdido. Los rituales, las tradiciones, los símbolos que una vez llevamos con reverencia, a menudo son relegados a meras formalidades o incluso despreciados. ¿Cómo hemos llegado a este punto? La respuesta puede ser compleja, pero una parte esencial es la pérdida de nuestra capacidad de asombro, de ver más allá de lo ordinario y encontrar lo extraordinario.

La enseñanza de Jesús es clara y desafiante. Nos invita a voltear la mirada hacia nosotros mismos antes de juzgar a los demás. Es tan fácil ver los defectos y errores de los demás, pero a veces es más difícil reconocer nuestros propios fallos.

En nuestra sociedad actual, es común que sintamos miedo a las críticas, al qué dirán, a no encajar. Muchas veces, esos miedos nos hacen ocultar nuestra verdadera identidad, nos hacen vivir en una especie de mentira. Pero, ¿qué es lo que realmente nos mata? ¿No es acaso la pérdida de nuestra esencia, de nuestra alma?

nuestros ojos, en un sentido figurado, representan aquello en lo que enfocamos nuestra atención y nuestros esfuerzos. ¿Estamos mirando hacia lo que verdaderamente tiene valor, lo que trae luz a nuestras vidas, como la bondad, la verdad, la belleza, la justicia y el amor? O ¿estamos distraídos, obsesionados con cosas que nos oscurecen el corazón y la mente, como la envidia, el orgullo, la avaricia, la mentira o el rencor?

Cuando decimos "Padre nuestro, que estás en el cielo", estamos reconociendo que Dios es nuestro Padre amoroso, y que, aunque habita en la eternidad, se preocupa por cada uno de nosotros aquí en la tierra. No estamos solos en nuestras luchas diarias, sino que contamos con un Padre que nos ama y que siempre está dispuesto a escucharnos.

En el día a día, es fácil caer en la tentación de buscar reconocimiento por nuestras buenas acciones. Todos conocemos esa sensación de satisfacción cuando somos aplaudidos o elogiados por ayudar a los demás. Sin embargo, Jesús nos advierte que este tipo de gratificación es efímera y superficial.

Sí, amar y perdonar requiere esfuerzo. Puede que el rencor siga vivo en nuestro corazón al principio. Pero San Josemaría Escrivá nos recuerda: "No he necesitado aprender a perdonar porque el Señor me enseñó a querer". El amor nos da la capacidad de perdonar. Y aunque este proceso pueda ser difícil, recordemos que no estamos solos. Dios nos acompaña y nos ofrece su gracia para sanar nuestras heridas.

En la sociedad en la que vivimos, a menudo parece que aquellos que gritan más alto son los que ganan. Pero, ¿y si probamos un enfoque diferente? ¿Y si, en lugar de devolver el golpe, ofrecemos la otra mejilla? ¿Y si, en lugar de defendernos hasta el último aliento, damos un paso más y extendemos la mano de la reconciliación?

Jesús, al ver la necesidad de más trabajadores para su viña, pide a sus discípulos que rueguen al dueño de la mies que envíe trabajadores a sus campos. Estas palabras también nos interpelan a nosotros, especialmente a las familias. En el seno de cada familia, se encuentra el terreno fértil para el crecimiento de vocaciones auténticas y generosas.

Al igual que María y José, es crucial que mantengamos viva la búsqueda de Jesús. Aunque parezca que lo hemos perdido, Él siempre está cerca de nosotros, esperando ser encontrado en lo profundo de nuestro corazón. No importa cuánto nos hayamos alejado, siempre podemos volver a Él.

Jesús no nos pide que llevemos cargas que excedan nuestras fuerzas. Él nunca nos abandona ni nos deja solos en nuestros desafíos. Al contrario, nos ofrece su ayuda y nos invita a confiar en su gracia y su amor. Su yugo es suave y su carga ligera porque él mismo carga con nosotros y nos da la fuerza para seguir adelante.

No podemos acercarnos a Dios con un corazón lleno de resentimiento y enemistad. Debemos buscar la reconciliación y el perdón como un camino hacia la plenitud y la paz interior. La reconciliación nos transforma y nos abre a la gracia de Dios, permitiéndonos experimentar su amor y misericordia en nuestras vidas.

Es fácil perderse en la búsqueda de reconocimiento y aplausos por nuestras acciones. Pero debemos recordar que el propósito de brillar no es alimentar nuestro ego o buscar la autocomplacencia. Nuestra luz debe iluminar el camino hacia el amor de Dios, hacia la verdad y la justicia.

La sal es un elemento que añade sazón y preserva los alimentos. Del mismo modo, nuestra fe y nuestras acciones deben dar sabor y preservar los valores fundamentales en un mundo que a veces parece desorientado. No podemos permitir que nuestra fe se vuelva insípida, que se diluya en las exigencias del mundo o que se esconda por temor a la opinión de los demás.

Jesús nos mostró un amor inmenso y desbordante, un amor que sigue vivo y presente en nuestros días. Él mira con ternura a cada uno de ustedes, conoce sus inquietudes, alegrías y desafíos. Su deseo más profundo es enseñarles la verdad que les llevará a una vida plena y feliz.

La Eucaristía no puede ser reemplazada por la tecnología. Necesitamos recuperar la participación presencial en la Santa Misa, necesitamos volver a incluir en nuestro plan dominical la asistencia a la celebración eucarística.

A menudo, en nuestra sociedad, se valora más la ostentación y el reconocimiento externo que los actos sinceros y desinteresados. Nos dejamos llevar por la presión de aparentar y competir en lugar de actuar con autenticidad y amor verdadero. Pero lo importante no es lo que los demás ven o reconocen, sino lo que Dios ve en nuestro corazón.