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Gabinete de curiosidades del Doctor Plusvalías
Gabinete de curiosidades del Doctor Plusvalías
Author: Carlos Plusvalias
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© 2025 Carlos Plusvalias
Description
Un cuarto de maravillas, una habitación sonora donde recogemos los objetos raros y fascinantes que vamos encontrando en nuestro transitar por la vida. Esos hechos extraños y sorprendentes que nos enseñan que la realidad no tiene por qué estar siempre tan segura de si misma, que hay otras formas de verla y de interpretarla. Una colección que nos hace pensar que, del mismo modo que las cosas funcionan así, todo podría funcionar de otra manera.
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La semana pasada dejamos al gallego Alfonso Graña abandonando Iquitos para ver qué había río arriba. Unos le dijeron que no había nada y otros que estaban los indios más fieros de toda América, los terribles indios jíbaros, los reductores de cabezas e imposibles a toda civilización.Tenían razón los segundos: río arriba había jíbaros, de los agarunas y de los huambisas, y tampoco eran tan terribles. Pero sobre todo había selva, mucha selva. La suficiente como para pasar allí toda la vida.
De entre los inexpugnables jíbaros, Graña conquistó primero el corazón de la hija del jefe huambisa Samaren III. Un corazón que seguro que tenía nombre, pero nadie se molestó en apuntarlo. Luego, como sabía hacer cosas tales como molinos o sacar sal, y aguantaba como un bravo las picaturas de las tarántulas y los embites delos rápido del río Marañón en el Pongo de Manseriche, se ganó a todos los demás. Como diría Frank Sinatra, los civilizó a su manera, que quizás no sea la forma más civilizada de hacerlo.
En los últimos 1920s y en los primeros 30s, Graña dominaba un basto territorio amazónico y cinco mil jíbaros aparcaban sus diferencias para hacer lo que decía. La Standard Oil de Rockefeller negoció con él la extracción de petróleo en el Alto Marañón y protegió a otros «cristianos» que quisieron explorar aquella selva ignota.
Cada año bajaba a Iquitos rodeado de indios y comerciaba con sus cosas de la selva. Llevaba a los jíbaros al cine, a comer helados y a montar en la furgoneta Ford de su paisano Cesáreo Mosquera, que era librero, masón y hombre curioso. Con su máquina de escribie, Mosquera capturó muchas entrevistas a Graña en las que describía el mundo de los jíbaros.
En noviembre de 1934, un fulminante cáncer de estómago, dejó a Galicia carente de reyes y a los jíbaros sin curaca.
Grabado a gran distancia, como que cada uno estaba en su casa, por Elena Ojeda, Xisco Rojo, Sergio delgado, Eugenio Hernández, Juan Diego Yanda, Carlos Lapeña y África Egido. Un programa escrito y dirigido por Carlos Lapeña.
La emigración gallega está llena de historias extraordinarias, de triunfos y fracasos, de ruinas y fortunas. De entre los triunfadores, algunos volvieron y plantaron palnmeras, construyeron hoteles, fundaron escuelas y embrearon carreteras. Otros se eternizaron en su nueva tierra, se acriollaron y llegaron a generales o incluso a presidentes. Pero ninguno entre los hijos de Galicia llegó a dignidad más alta que la que alcanzó el avionense Alfonso Graña en el Alto Marañón, en lo más profundo del Amazonas peruano. Lo documentó en el Ya, Víctor de la Serna, el periodista falangista que lo bautizó como Alfonso I de la Amazonía: «Alfonso Graña, el español que reina como señor único, por encima de tratados y fronteras, sobre un territorio tan extenso como España, allí donde se parten en dos el mundo, la noche y el día.»
No sabemos cuando se inauguró su reinado sobre los jíbaros amazónicos, esos que alcanzaron renombre mundial por su afición por reducir cabezas y por ser imposibles a toda civilización. Con el mismo ánimo que en los estertores del siglo XIX dejó atrás su Avión natal, un día de 1922, cuando la fiebre del caucho ya no necesitaba de cataplasmas, abandonó Iquitos, el primer puerto del Amazonas peruano, y se adentró en la selva en busca de un porvenir o de algo de comer. Pasaron muchos años antes de que nadie volviera a saber de él.
Alfonso Graña nació en Amuidal, en el conceyo de Avión y en la provincia de Ourense. Era 1878, A diferencia de la mayoría de sus hermanos, esquivó las epidemias y resistió el hambre. Ganó así la oportunidad de huir. No quiso ser original. A Madrid no podía ir, no eran aún tiempos en los que un analfabeto pudiera ser ministro, y había que subir muchos puertos para llegar a una fábrica de Bilbao o Barcelona. El camino más directo requerí subir solo un puerto, el de Vigo. Se decía que en Argentina se comía carne todos los días. Carne todos los días. Tenía más magnetismo que el oro.
Pero Graña no fue a Argentina, ni siquiera a Cuba, que aún era un destino nacional. Brasil necesitaba colonos para el Amazonas. Los papeles estaban arreglados. Figúrate, si hasta te pagaban el pasaje. En cuarta, pero a caballo regalado…
Graña entró en el orden y el progreso por Belém de Para. Fue una escala antes de llegar al epicentro de la fiebre del caucho, Manaos. Manaos era la ciudad más rica y moderna de su tiempo. Las casas tenían luz y agua, en su ópera cantaba Carusso y los tranvías eran eléctricos, no como los de Nueva York que eran arrastrados por bestias. La ropa de Manaos se lavaba en Portgal y había más putas que en la imaginaria Mahagonny.
Un día los ingleses, que no estaban en contra de los monoplios pero que preferían que fueran de su propiedad, robaron la semilla de la serengueira, la plantaron en Malasia al borde de las carreteras y jodieron la exclusiva sudamericana en el negocio del látex. Los altos costes de sacar cosas de la selva hicieron lo demás. En poco más de una década nadie recordaba la edad de oro de Iquitos o de Manaos.
Graña vivió del caucho en Manaos. También en Iquitos. Quizás llegó antes, pero en 1910 ya era habitante del centro del látex peruano. En los últimos años diez ya no se ataban los perros con longaniza, pero aún se podía vivir. Además, con su paisano Cesáreo Mosquera, el dueño de la librería Amigos del país, Graña aprendió a leer los carteles que avisaban de que en Iquitos no había futuro.
Así llegamos a ese día de 1922 en el que Graña preguntó a alguien que qué había río arriba. Como unos le dijeron que nada y otro que los terribles indios jíbaros que a todos los «cristianos» les hacían mondongo, nuestro hombre se fue a comprobarlo por sí mismo. Eso sí, para saber lo que vió, tendremos que esperar a la próxima semana.
Grabado, cada uno en su casa, por Elena Ojeda, Xisco Rojo, Eugenio Hernández, Carlos Lapeña, Sergio Delgado, Juan Diego Yanda y África Egido. Un programa escrito y dirigido por Carlos Lapeña.
Orélie Antoine de Tounens medía un metro y sesenta y ocho centímetros, tenía una cara grande, con ojos pardos, cejas negras, nariz afilada, larga melena y, aunque había nacido labriego, muchas ganas de ser rey. Vino al mundo en Aquitania en 1825 y no conocía de nada la Araucanía ni la Patagonia, pero como al mirar el mapa vio que nadie se había pedido esas tierras del sur, se soñó rey de un imperio en ultramar.
Pero Orélie Antoine de Tounens, que había sido procurador ante los tribunales de Périgueux, era un hombre de derecho y no se soñó como tirano a gritos, sino, en silencio, monarca constitucional. Entre libros de exploraciones y libros de viajes trazó la aventura de su regio destino, un delirio que atravesó dos océanos, una franja de tierra y un país, Chile, que le serviría para aclimatarse primero y para despertarse con un cubo de agua fría después.
En 1860 cruzó hacia el sur el río Biobío y, por primera vez sus pies pisaron el territorio en el que hace tiempo habitaba su cabeza. Ya antes de ser rey, Orélie Antoine tenía un séquito para él solo. Le convoyaban un intérprete deslenguado que había olvidado todas las lenguas siendo sargento en el ejército chileno; dos traficantes franceses que nunca se habían imaginado ministros ni de un reino que no existe, y una mochila que contenía los símbolos de sus planes secretos: una bandera, un himno y una constitución.
Los araucanos, que bastante tenían con sobrevivir a los empellones imperialistas chilenos, no se opusieron a sus planes. Si aquel blanco del pelazo que llevaba un poncho sobre el traje y que apenas se sostenía sobre el caballo quería ser rey, que lo fuera. ¿Quiénes eran ellos para oponerse a las ilusiones de un extranjero que les trataba con pompa y circunstancia? Es verdad que los mapuches no sabían que era eso de ser rey. Sería una de esas cosas extrañas de los blancos, esa gente rara que se empeñaba en adaptar la tierra a ellos, en vez de acomodarse a ella.
El 17 de noviembre del año 1860, Orélie Antoine de Tounens emitió un real decreto que le transformaba en Orélie Antoine I, Rey de la Araucanía. Le debió coger el gusto porque tres días después se autonombró también rey de la Patagonia. Había sido una semana productiva, con solo dos decretos se había hecho mandamás del sur del mundo. Sus dominios se extendían entre el Pacífico y el Atlántico, el mar austral y el río Biobío. Con sólo tres funcionarios, un himno, una bandera y una constitución, controlaba, sin necesidad de conocerlos, miles y miles de kilómetros cuadrados. Así se lo hizo saber, por correo ordinario, al presidente chileno Manuel Montt
Sus súbditos salvajes hicieron lo mejor que se puede hacer con quien te quiere mandar: decirle que sí a todo y no hacerle ni puto caso, pero el traductor parlanchín estaba civilizado y le denunció al ejército chileno que le prendió cuando dormía la siesta bajo un sauce de su reino de la Nueva Francia y le acusó de soliviantar a los indios.
La prensa le condenó por farsante, la psiquiatría por monómano y la medicina por enfermo de disentería, como no podía ser de otra forma, se le cayó el pelo, su pelazo, y el fiscal pidió su cabeza ahora que estaba monda. Al final lo encerraron en la Casa de Orates de Santiago de Chile, de donde solo salió porque el cónsul francés, que creía que «tenía un cerebro enfermo» prometió llevárselo de vuelta a Europa en un barco de bandera francesa que pasaría por las Malvinas.
La vieja Francia no hizo a Orélie Antoine I olvidarse de su reino de la Nueva Francia, del derecho de sus súbditos a ser gobernados y de sus legítimas aspiraciones reales. Acuñó moneda de su imperio del sur y vendió títulos nobiliarios, pero reinar a distancia no era tan divertido y, desafiando el olvido de sus súbditos y violando la prohibición de retorno, decidió volver a sus dominios. Cuatro veces lo hizo y cuatro veces fue expulsado.
El 17 de septiembre de 1878, murió en la miseria y en Tourtoirac, el pueblo que, por compasión, tuvo un viejo rey trabajando de lamparero municipal. Su tumba, en la que se lee Orélie Antoine I, rey de la Araucanía y la Patagonia, fue pagada por la caridad municipal.
En 1882, cuando el legítimo rey de la Araucanía y la Patagonia llevaba años criando malvas, Achile Laviarde se nombró heredero del trono. Desde entonces, y hasta hoy, el reino de la Araucanía y la Patagonia sigue teniendo soberano, himno, bandera y constitución.
Cuando Luis Ríos Losada nació frente a la muralla de Lugo el día de San Fermín de 1942, hacía tanta hambre que nadie imaginó en el rorro al Pinturero, el primer torero paracaidista de la historia. Lugo era milenaria en castro y en murallas, pero estaba en la inopia en lo que a afición a la tauromaquia y al paracaidismo se trataba.
Ya de chaval se acostumbró a las aficiones a pares. Con apenas 15 años, Luisiño tenía, por separado, iniciativa y máquina de escribir. Un día conjugó las dos cosas y, gracias a ser presidente de un club balompédico Lucense que no existía, se hizo estrella y promotor de un fútbol local que, como no tenían campo, siempre se jugaba a domicilio y en domingo.
Un día, la patria, que vivía en Alcantarilla (Murcia), le llamó para que fuera, que le iban a hacer un hombre y, para disgusto de su madre, allí que se fue. Como Luisiño ya iba hecho un hombre de casa, en la mili le hicieron paracaidista, y encima, a base de poner valor donde otros conocimiento, de los buenos. Pronto se le quedaron pequeños los cielos españoles y los militares, que estaban encantandos con él y deseando que se reenganchara, le llevaron a exhibirse en Francia y Canadá. Anda que no fardó. Pero un domingo que debían de estar cerrados los aeródromos, le llevaron a los toros y ahí se truncó su carrera marcial. Manuel Benitez «el Cordobés» triunfó apoteósicamente delante de las narices de Luisiño y a nuestro protagonista no le valió con ser paracaidista, mecánico de máquinas de escribir y presidente de un club de fútbol que no existía, Luis Ríos Losada quería ser torero. De poco le sirvieron las advertencias de sus amigos. efectivamente, él no sabía torear, no tenía ni idea, pero El Cordobés tampoco es que fuera un estudioso del arte de Cúchares. Es verdad que era valiente, pero ¿qué pasa? ¿acaso a él le faltaba el valor?
Su vocación de torero le hizo abandonar la carrera militar. En el ejército se podía ser paracaidista, pater castrense con oficio de teniente coronel, comandante médico o capitán de ingenieros, pero inexplicablemente, las fuerzas armadas españolas no contaban con un cuerpo de toreros, con lo bien que le hubiera venido a él.
En el mundo civil, Luis Ríos se hizo instructor de paracaidismo en una escuela particular y buscó diferenciarse del resto de los maletillas para encontrar una oportunidad en los ruedos y, a base de codazos, empujones y tremendismo, abrirse paso en el escalafón.
Un día de agosto de 1965 decidió conjugar sus dos pasiones y saltó en paracaídas a la arena de Getafe. Aunque cayó a un kilómetro de la plaza y tuvo que volver andando con su casco y su paracaídas, estuvo a punto de ser el primer matador en entrar a hombros en una plaza de toros. Otra cosa era lo de salir, ante el entusiasmo del público, el novillo le revolcó dos docenas de veces y acabó corneado. No salió por la puerta grande, pero si en los papeles y hasta en el NODO.
Perfeccionó su técnica taurina trabajando de camarero en Salamanca e intentó repetir su hazaña en la plaza de toros de la Serresuela, en Cartagena de Indias. Esta vez no recibió ningún revolcón. El viento llevó su paracaídas dentro del mar y el Pinturero no pudo torear ante su público.
Con la realización técnica de Elena Ojeda y la actuación de Xisco Rojo, África Egido, Carlos Lapeña, Elena Ojeda y Eugenio Hernández. Un programa escrito y dirigido por Carlos Lapeña.
La canción final, "La mujer del fenómeno" del Maestro Legaza ha sido interpretada por Carolina Moncada y Ángel Huidobro especialmente para el Gabinete de Curiosidades del Doctor Plusvalías.
Nos embarcamos en un nuevo intento de contar la historia de Luis Ríos Losada, el Pinturero, el único torero paracaidista que conocemos, pero en nuestro camino vuelven a juntarse historias de precursores del paracaidismo taurino que quieren su propio prólogo. El sastre Franz Reichelt no era torero, pero, en la segunda década del siglo XX, diseñó un traje paracaidas que tenía más peligro que un morlaco de 600 kilos. A base de pruebas fallidas, sus trajes se quedaron sin maniquís. Si los muñecos tuvieran conciencia de su ser, temblarían al ver un retrato de Reichelt. Nadie se ha atrevido a calcular el número de peleles destruidos en las pruebas del invento del sastre. Un auténtico holocausto. Pero Reichelt estaba tan convencido de la utilidad de su invento, de que tan solo la impericia de los maniquís impedía su éxito, que decidió probarlo personalmente saltando desde la Torre Eiffel en 1913. Fue su última hazaña, pero quedó registrada por las cámaras del noticiario Pathè.
Dos días antes, el 2 de febrero de 1912, Rodman Law saltó en paracaídas desde la estatua de la Libertad en Nueva York. No pretendía demostrar nada, solo proteger la vida de una estrella cinematográfica y ganarse un dinerito. Rodman Law fue uno de los primeros especialistas del cine y, el protagonista del cuarto prólogo de la historia de El Pinturero.
¿Será el próximo, al fin, el Gabinete de curiosidades del Dr. Plusvalías que dedicaremos al Pinturero? Manténganse atentos a su reproductor.
Con la realización técnica de Elena Ojeda y la actuación de África Egido, Carlos Lapeña, Elena Ojeda, Eugenio hernández y Xisco Rojo. Un programa escrito y dirigido por Carlos Lapeña.
De nuevo intentamos contar la vida y milagros de Luis Ríos Losada, «El Pinturero», el único torero paracaidista que conocemos. Lo que pasa es que, al ir a Córdoba a conocer a su ídolo Rafael Benítez «El Cordobés», nos hemos encontrado con un personaje mucho más interesante, un auténtico «Hakim Al Andalus» (que quiere decir sabio andalusí) y un pionero de la aviación: Abbas Ibn Firnas. Este buen señor, aunque pocos recuerden su nombre, inventó el paracaídas en el siglo IX, en 852 en concreto, y realizó el primer intento científico de volar unos años después.
Abbas Ibn Firnás nació en Ronda en 810 y en el emirato de Córdoba cultivó la música, la poesía, la astrología, las matemáticas y las berenjenas, pero a él lo que le daba envidia eran los pájaros. Es cierto que Abbas Ibn Firnas era un hombre eminente que construía relojes que, aunque no sabía para qué, daban la hora hasta por la noche; que se había construido una esfera armilar que daba envidia hasta a quienes no tenían ni pajolera idea de qué era o para qué servía una esfera armilar; que podía leer más fácil que otros viejos o cegatos, incluso los alfabetizados, gracias a las piedras de lectura que ideó y se fabricó; que incluso podía ver lo que había dentro de su copa por habérsela hecho de un vidrio transparente que se sacó del magín, pero ni siquiera sus logros le ayudaron a sentirse realizado. El quería volar, eso sí, como un pájaro, no como Ícaro. Bastante tenía con la notoriedad que le daban sus descubrimientos como para querer convertirse en un mito. Con el trabajo que da eso.
Tenía ya más de cuarenta años, cuando en el 842 decidió probar en sus carnes el paracaídas que se había sacado de la testuz. Subió a una torre de la mezquita y, delante de un mundo entero de creyentes, en un acto aparentemente nihilista, se lanzó al vacío colgado de una lona que amortiguaría su caída. Muchos pensaron que estaba loco, que era mucho riesgo para evitar bajar unas escaleras. Aún si fuera para subirlas, lo tengo yo hablado con todos, se podría comprender, pero así… Contra todo pronóstico, Abbas Ibn Firnás llegó al suelo sano y salvo, y los incrédulos creyentes tuvieron que ponerse punto en boca para evitar que entraran moscas.
Lo del paracaídas estaba bien, pero Abbas Ibn Firnás quería volar como un pájaro o, por lo menos, planear y se puso manos a la obra. Se pegó veinte años mirando a las aves y haciendo unos cálculos en los que incluso usaba el cero –ese número que el Papa de Roma decía que era diabólico–, y llegó a la conclusión que buscaba: gracias a la ciencia, el hombre podrá volar también.
En el 875, desde el alto de la Al Ruzafa, quiso demostrar que su formación era tan práctica como teórica, y lo hizo. ¡Vaya si lo hizo! Voló. Voló como un pájaro sin cola. Sin cola, pero con sus alas, sus plumas y quizás un pico, eso sí.
No sabemos a ciencia cierta cuánto voló aquel sabio andalusí de 65 años, pero sí que echó de menos la cola a la hora de parar. Los pájaros la usaban para frenar y aterrizar suavemente. Mira que los había estudiado y no había caído en ese detalle. Ahora, en el aire, ya era tarde, poco o nada se podía hacer. Todo lo más, aceptar con resignación las consecuencias del olvido. Unas consecuencias que se presentaron en forma de dos piernas rotas (las suyas) y un porrazo morrocotudo.
Después de visto, todos afirmaron haberse dado cuenta de que sin cola ese sabio se iba a matar, pero Abbas Ibn Firnas, como el tío Juanillo cuando se tiró del puente de Aranda, no se mató. Sobrevivió cojo toda una década y llegó a la provecta edad de 77 años. Hoy da nombre a un cráter de la luna, a un aeropuerto en Bagdad, a un puente sobre el Guadalquivir y un centro astronómico en su Ronda natal.
Quizás el próximo día, hablemos de «El Pinturero».
Con la realización técnica de Elena Ojeda y la actuación de África Egido, Carlos Lapeña, Elena Ojeda, Eugenio hernández y Xisco Rojo. Un programa escrito y dirigido por Carlos Lapeña.
Retrato de Abbas Ibn Firnas: Eulogia Merle
Iniciamos una nueva temporada del Gabinete de curiosidades del Doctor Plusvalías con la historia de Luis Ríos, llamado El Pinturero, el torero paracaidista de Lugo, único en su especie. El problema es que nos hemos liado con un predecesor suyo, Ícaro.
Ícaro fue un pionero de los accidentes aeronáuticos. Para huir volando del laberinto de Creta donde les había encerrado el rey Minos, su padre Dédalo construyó unas alas con plumas y cera. Ícaro retó a los dioses y a la ley de la gravedad, elevó su vuelo hacia el sol y éste, con su legendario mal genio, fundió la cera de sus alas. La caída fue morrocotuda y el hijo de Dédalo se convirtió en la primera víctima de un accidente aéreo.
Todo esto está muy bien, pero quizás ustedes se pregunten, y encima con razón, ¿por qué el rey Minos encerró a Dédalo en un laberinto que él mismo había construido en Creta? Y, si el propio Dédalo había construido el laberinto, ¿cómo es que no supo encontrar la salida por tierra o por mar y tuvo que recurrir al aire? ¿Podemos encontrar en las alas de Dédalo un contumaz precedente de la manía de Alejandro Magno de desatarse las zapatillas a espadazos? ¿Es cierto que algunos expertos no incluyen la vaca de madera entre los métodos anticonceptivos más seguros y eficaces? ¿Cómo podemos hacernos con uno de los somníferos que usó Ariadna para echar una cabezadita en la isla de Naxos?
Si después de escuchar el episodio completo no son capaces de responder estas cuestiones, no se preocupen. Es posible que hallamos planteado preguntas erróneas. Si así fuere, pueden contestar a otras que sean más de su gusto o cuya respuesta hayan preparado previamente y escrito en una chuleta, para eso están los mitos, para mostrar al mundo la Moraleja, con sus casoplones y sus cochazos de lujo.
Recuerden que los sonidos de los accidentes aéreos han sido recreados por profesionales. No lo intenten en casa ni aunque sea en un día nublado.
Nosotras, por nuestra parte, node despedimos hasta la semana que viene, en la que, como amenazaban Tip y Coll, hablaremos del Pinturero.
Con la realización técnica de Elena Ojeda y la actuación de África Egido, Carlos Lapeña, Elena Ojeda, Eugenio hernández y Xisco Rojo. Un programa escrito y dirigido por Carlos Lapeña.
Las cigarreras de la Real Fábrica de tabacos de Embajadores fueron, desde 1809, las primeras obreras manufactureras de Madrid. En 1830 protagonizaron una revuelta y cuatro años después crearon una Hermandad de Apoyo Mutuo. Gracias a ello consiguieron mejores condiciones en su trabajo y una mayor autonomía en sus vidas.
En este último capítulo de nuestra radionovela, acompañamos a Camba en su viaje a Barcelona. La ley de expulsión torció el destino de muchas vidas, con lo cual unas fueron ganando y otras perdiendo. ¡Qué importa! El hada Aventura puede no ser buena, pero siempre es bella y nosotros la amábamos.
El centro de retención de anarquistas por la ley de residencia es la nueva casa de Orsini. Camba se encuentra allí con todos sus amigos de toda su vida en Buenos Aires. No solo están ellos, también hay personajes curiosos. Junto con otros compañeros, nuestro protagonista es embarcado en un barco de tercera con destino a Barcelona.
Las autoridades establecen el estado de sitio en Buenos Aires y aprueban la ley de residencia para expulsar a los extranjeros peligrosos. Basterra huye a Montevideo y Camba es detenido.
La huelga de los frigoríficos de Campana, que está a punto de dar en la cárcel con Camba, se extiende por todo Buenos Aires. Camba y Basterra convocan, en broma, una huelga general.
Camba y Basterra consiguen dar un mitin en Campana con el que atentan que la huelga continúe. Camba se descubre como un orador incendiario.
Asistimos con Camba a varios mítines anarquistas en Buenos Aires. Estalla la huelga de frigoríficos en Campana y Camba acompaña a Basterra que es el delegado de la Federación Obrera.
Camba y sus anarquistas logran salir de la comisaría, pero casi consigue que le partan la cara en la Rotisserie Sportman por no levantarse ante el himno argentino.
Julio Camba se presenta y nos explica como es un baile anarquista y la vida en la casa de Orsini. Los anarquistas del refugio revolucionario de Orsini son detenidos por medir los brazos de una estatua de Rodin.
El Gabinete de Curiosidades del Dr. Plusvalías se reconvierte en radionovela con esta adaptación de El destierro, las memorias de Julio Camba. Con 16 años, el escritor arousano, que ya ha conseguido que le excomulguen una revista, huye a Buenos Aires donde descubrirá el rico ambiente anarquista de la ciudad porteña.
Julio Camba es uno de los mejores escritores que ha dado el mundo, y en este Gabinete de Curiosidades también nos ha dado una alegría. A partir de la próxima semana, todos los lunes transformaremos este gabinete en una radio novela: El destierro de Julio Camba. Sirva este episodio a modo de prólogo.
Dice el mago Jasper Maskelyne que, con su varita mágica, derrotó a Erwin Rommel, el zorro del desierto, en la II Guerra Mundial. Sea cierto o no, su historia es fabulosa y abracadabrante.
El día que cumplía 63 años, la maestra Annie Edson Taylor se lanzó en un barril construido por ella misma por las cataratas del Niagara. Era 1901 y ella era la primera persona que hizo semejante insensatez y podía contarlo. Buscaba la gloria y los ingresos que hicieran más llevadera sus senectud, pero su representante se escapó con el dinero y el barril y ella murió en la indigencia.























