Capítulo “Las gafas negras” del libro La Imortalidad de Milan Kundera.
Breve cuento publicado en ‘Historias de la palma de la mano’, del escritor japonés Kawabata, ganador del Nobel de literatura en 1968.
Cuento de Mariana Enríquez publicado en “Las cosas que perdimos en el fuego”.
«Volverán las oscuras golondrinas en tu balcón sus nidos a colgar, y otra vez con el ala a sus cristales jugando llamarán. Pero aquellas que el vuelo refrenaban tu hermosura y mi dicha a contemplar, aquellas que aprendieron nuestros nombres… ¡esas… no volverán!. Volverán las tupidas madreselvas de tu jardín las tapias a escalar, y otra vez a la tarde aún más hermosas sus flores se abrirán. Pero aquellas, cuajadas de rocío cuyas gotas mirábamos temblar y caer como lágrimas del día… ¡esas… no volverán! Volverán del amor en tus oídos las palabras ardientes a sonar; tu corazón de su profundo sueño tal vez despertará. Pero mudo y absorto y de rodillas como se adora a Dios ante su altar, como yo te he querido…; desengáñate, ¡así… no te querrán!».
«Mi corazón oprimido Siente junto a la alborada El dolor de sus amores Y el sueño de las distancias. La luz de la aurora lleva Semilleros de nostalgias Y la tristeza sin ojos De la médula del alma. La gran tumba de la noche Su negro velo levanta Para ocultar con el día La inmensa cumbre estrellada. ¡Qué haré yo sobre estos campos Cogiendo nidos y ramas Rodeado de la aurora Y llena de noche el alma! ¡Qué haré si tienes tus ojos Muertos a las luces claras Y no ha de sentir mi carne El calor de tus miradas! ¿Por qué te perdí por siempre en aquella tarde clara? Hoy mi pecho está reseco Como una estrella apagada».
«Siéntate. Inhala. Exhala. El arma esperará. El lago esperará. La sustancia amarga en el pequeño hermoso frasco esperará: podrá esperar una semana y esperará todo abril. No tienes que morir este día. La muerte permanecerá. Te aseguro que la muerte esperará. La muerte tiene todo el tiempo. La muerte puede atenderte mañana o la próxima semana. La muerte está justo en esta calle o un poco más allá; y es la vecina más complaciente, está lista para encontrarte a cada instante. No necesitas morir hoy. Quédate aquí un poco –pese al despecho, y el desánimo y el dolor. Espera a ver lo que depara el mañana. En las tumbas no crecen hierbas que te sirvan. Recuerda, el verde es tu color. Eres la primavera».
Novela corta de Fiódor Dostoievski, publicada en 1848 y dividida en 5 capítulos. Este es el primero.
«Dormir juntos era el corpus deliciti del amor […] Él le susurraba al oído historias que inventaba para ella […] El amor no se manifiesta en el deseo de acostarse con alguien, sino en el deseo de dormir junto a alguien».
Cuento completo de la escritora japonesa, Banana Yoshimoto, publicado en su célebre libro “Kitchen”.
«La vida cotidiana es un instante de otro instante que es la vida total del hombre pero a su vez cuántos instantes no ha de tener ese instante del instante mayor cada hoja verde se mueve en el sol como si perdurar fuera su inefable destino cada gorrión avanza a saltos no previstos cómo burlándose del tiempo y del espacio cada hombre se abraza a alguna mujer como si así aferrara la eternidad en realidad todas estas pertinacias son modestos exorcismos contra la muerte batallas perdidas con ritmo de victoria reos obstinados que se niegan a notificarse de su injusta condena vivientes que se hacen los distraídos la vida cotidiana es también una suma de instantes algo así como partículas de polvo que seguirán cayendo en un abismo y sin embargo cada instante o sea cada partícula de polvo es también un copioso universo con crepúsculos y catedrales y campos de cultivo y multitudes y cópulas y desembarcos y borrachos y mártires y colinas y vale la pena cualquier sacrificio para que ese abrir y cerrar de ojos abarque por fin el instante universo con una mirada que no se avergüence de su reveladora efímera insustituible luz».
«Hay besos que pronuncian por sí solos la sentencia de amor condenatoria, hay besos que se dan con la mirada hay besos que se dan con la memoria. Hay besos silenciosos, besos nobles hay besos enigmáticos, sinceros hay besos que se dan sólo las almas hay besos por prohibidos, verdaderos. Hay besos que calcinan y que hieren, hay besos que arrebatan los sentidos, hay besos misteriosos que han dejado mil sueños errantes y perdidos. Hay besos problemáticos que encierran una clave que nadie ha descifrado, hay besos que engendran la tragedia cuantas rosas en broche han deshojado. Hay besos perfumados, besos tibios que palpitan en íntimos anhelos, hay besos que en los labios dejan huellas como un campo de sol entre dos hielos. Hay besos que parecen azucenas por sublimes, ingenuos y por puros, hay besos traicioneros y cobardes, hay besos maldecidos y perjuros. Judas besa a Jesús y deja impresa en su rostro de Dios, la felonía, mientras la Magdalena con sus besos fortifica piadosa su agonía. Desde entonces en los besos palpita el amor, la traición y los dolores, en las bodas humanas se parecen a la brisa que juega con las flores. Hay besos que producen desvaríos de amorosa pasión ardiente y loca, tú los conoces bien son besos míos inventados por mí, para tu boca. Besos de llama que en rastro impreso llevan los surcos de un amor vedado, besos de tempestad, salvajes besos que solo nuestros labios han probado. ¿Te acuerdas del primero...? Indefinible; cubrió tu faz de cárdenos sonrojos y en los espasmos de emoción terrible, llenáronse de lágrimas tus ojos. ¿Te acuerdas que una tarde en loco exceso, te vi celoso imaginando agravios, te suspendí en mis brazos... vibró un beso, y qué viste después...? Sangre en mis labios. Yo te enseñé a besar: los besos fríos son de impasible corazón de roca, yo te enseñé a besar con besos míos inventados por mí, para tu boca».
«Éste es un amor que tuvo su origen y en un principio no era sino un poco de miedo y una ternura que no quería nacer y hacerse fruto. Un amor bien nacido de ese mar de sus ojos, un amor que tiene a su voz como ángel y bandera, un amor que huele a aire y a nardos y a cuerpo húmedo, un amor que no tiene remedio, ni salvación, ni vida, ni muerte, ni siquiera una pequeña agonía. Éste es un amor rodeado de jardines y de luces y de la nieve de una montaña de febrero y del ansia que uno respira bajo el crepúsculo de San Ángel y de todo lo que no se sabe, porque nunca se sabe por qué llega el amor y luego las manos –esas terribles manos delgadas como el pensamiento– se entrelazan y un suave sudor de –otra vez– miedo, brilla como las perlas abandonadas y sigue brillando aún cuando el beso, los besos, los miles y millones de besos se parecen al fuego y se parecen a la derrota y al triunfo y a todo lo que parece poesía– y es poesía. Ésta es una historia de un amor con oscuros y tiernos orígenes: vino como unas alas de paloma y la paloma no tenía ojos y nosotros nos veíamos a lo largo de los ríos y a lo ancho de los países y las distancias eran como enormes océanos y tan breves como una sonrisa sin luz y sin embargo ella me tendía la mano y yo tocaba su piel llena de gracia y me sumergía en sus ojos en llamas y me moría a su lado y respiraba como un árbol despedazado y entonces me olvidaba de mi nombre y del maldito nombre de las cosas y de las flores y quería gritar y gritarle al oído que la amaba y que yo ya no tenía corazón para amarla sino tan sólo una inquietud del tamaño del cielo y tan pequeña como la tierra que cabe en la palma de la mano. Y yo veía que todo estaba en sus ojos –otra vez ese mar– ese mal, esa peligrosa bondad, ese crimen, ese profundo espíritu que todo lo sabe y que ya ha adivinado que estoy con el amor hasta los hombros, hasta el alma y hasta los mustios labios. Ya lo saben sus ojos y lo sabe el espléndido metal de sus muslos, ya lo saben las fotografías y las calles y ya lo saben las palabras –y las palabras y las calles y las fotografías ya saben que lo saben y que ella y yo lo sabemos y que hemos de morirnos toda la vida para no rompernos el alma y no llorar de amor».
¿Adónde van los patos de Central Park en invierno?
Cuento de Juan Rulfo publicado en ‘El Llano en llamas’.
«La mitad de la belleza depende del paisaje; y la otra mitad de la persona que la mira… Los más brillantes amaneceres; los más románticos atardeceres; los paraísos más increíbles; se pueden encontrar siempre en el rostro de las personas queridas. Cuando no hay lagos más claros y profundos que sus ojos; cuando no hay grutas de las maravillas comparables con su boca; cuando no hay lluvia que supere a su llanto; ni sol que brille más que su sonrisa… La belleza no hace feliz al que la posee; sino a quien puede amarla y adorarla. Por eso es tan lindo mirarse cuando esos rostros se convierten en nuestros paisajes favoritos…»
Como ustedes no lo ignoran, yo he viajado mucho. Esto me ha permitido corroborar la afirmación de que siempre el viaje es más o menos ilusorio, de que nada nuevo hay bajo el sol, de que todo es uno y lo mismo, etcétera, pero también paradójicamente, de que es infundada cualquier desesperanza de encontrar sorpresas y cosas nuevas: en verdad el mundo es inagotable. Como prueba de lo que digo bastará recordar la peregrina creencia que hallé en Asia Menor, entre un pueblo de pastores, que se cubren con pieles de ovejas y que son los herederos del antiguo reino de los Magos. Esta gente cree en el sueño. “En el instante de dormirte, me explicaron, según hayan sido tus actos durante el día, te vas al cielo o al infierno”. Si alguien argumentara: “Nunca he visto partir a un hombre dormido, de acuerdo con mi experiencia, quedan echados hasta que uno despierta”, contestarían: “El afán de no creer en nada te lleva a olvidar tus propias noches —¿Quién no ha conocido sueños agradables y sueños espantosos?— y a confundir el sueño con la muerte. Cada uno es testigo de que hay otra vida para el soñador; para los muertos es diferente el testimonio: ahí quedan, convirtiéndose en polvo”.
Capítulo 1: ‘Un buen café en la place Saint-Michel’, del libro “París era una fiesta”. Título original: A Moveable Feast.