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Zoo de fósiles - Cienciaes.com
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La mayor parte de los seres vivos que han poblado la Tierra han desaparecido para siempre. Quincenalmente, Germán Fernández Sánchez les ofrece en Zoo de Fósiles la posibilidad de conocer la vida de algunas de las más extraordinarias criaturas que vivieron en el pasado y que han llegado hasta nosotros a través de sus fósiles.
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Hace siglo y medio, en 1870, el geólogo estadounidense Benjamin Franklin Mudge descubrió en Kansas los restos fósiles de un ave con dientes. En 1872, envió los restos a Othniel Charles Marsh. Sin embargo, Marsh no reconoció de primeras la importancia del fósil, puesto que creyó que las mandíbulas dentadas no pertenecían al ave, sino a una nueva especie de reptil marino, al que llamó Colonosaurus mudgei en honor de su descubridor. El ave recibió el nombre de Ichthyornis, “ave-pez”, debido a la semejanza de sus vértebras cóncavas con las de los peces. En 1873, al extraer los fósiles de la roca, Marsh reconoció su error. Ichthyornis se convirtió en la primera ave fósil con dientes conocida, lo que reforzó la teoría de la evolución de Darwin, y la hipótesis de la relación evolutiva entre las aves y los reptiles.
Aunque los euriptéridos no son realmente escorpiones, algunos, como Terropterus, que vivió hace aproximadamente entre 440 millones de años, tenían una gran semejanza con ellos. Poseía una cola en forma de aguijón curvado, que podía proyectar hacia adelante por encima de la cabeza y el tercer par de apéndices recuerda a las pinzas de los escorpiones. Algunos podían salir a tierra firme, como demuestra un rastro fósil de seis metros de largo y 95 centímetros de ancho descubierto en 2005 en rocas del Carbonífero de Escocia. El tamaño y la anatomía de las patas que dejaron el rastro se corresponde con un ejemplar de 1,6 metros de longitud del euriptérido Hibbertopterus. Las patas, de distintos tamaños, se movían a la vez, y el animal reptaba despacio, con movimientos torpes, arrastrando la cola.
Megatherium americanum era uno de los mayores perezosos terrestres, con una longitud de seis metros, una altura en la cruz de cerca de dos metros y un peso de unas cuatro toneladas. La cabeza es relativamente pequeña, parecida a la de un oso, con el hocico estrecho. El labio superior es largo y prensil, como el del rinoceronte negro, capaz de asir y arrancar hojas y ramas. Los dientes, grandes, crecen durante toda la vida; carecen de esmalte y tienen crestas afiladas que encajan entre sí y se afilan unos con otros, como los de los roedores. Solo tiene diez en la mandíbula superior y ocho en la inferior. Los músculos de las mandíbulas son fuertes, y el cerebro es pequeño. Las patas delanteras, más esbeltas que las traseras, terminan en manos con garras de unos treinta centímetros de largo en los tres dedos centrales.
Hace unos 55 millones de años, en el Eoceno, aparecieron los cocodrilos modernos, que han mantenido su aspecto prácticamente inalterado durante todo ese tiempo. La forma del cocodrilo es uno de los grandes éxitos de la evolución, tanto que varios otros grupos la han imitado, en lo que se llama convergencia adaptativa. Uno de esos grupos es el de los fitosaurios, unos depredadores semiacuáticos de hocico largo y cuerpo acorazado, vivieron durante el Triásico, hace entre 240 y 200 millones de años. En esa época, sus parientes los cocodrilomorfos, ancestros de los cocodrilos actuales, eran animales terrestres pequeños y gráciles, más parecidos a un galgo que a un cocodrilo.
En 1971, en el transcurso de la Expedición Paleontológica Polaco-Mongola al desierto de Gobi, la paleontóloga polaca Teresa Maryańska descubrió dos pequeños cráneos dañados que, aunque por entonces no se supo, resultaron ser la primera muestra de una nueva subclase de aves que prosperó durante el periodo Cretácico: las enantiornitas. En 1974, el se publicó la descripción científica de uno de los cráneos, para el que creó la especie Gobipteryx, que vivió hace unos 75 millones de años. Con un cráneo de unos 45 milímetros de largo terminado en un pico, tenía el tamaño de una perdiz. En la misma expedición de 1971 se encontraron varios huevos con embriones desarrollados en su interior. En estos embriones, los huesos de los hombros y las alas ya están casi completamente osificados, lo que indica que estas aves eran superprecoces, capaces de volar desde la salida del cascarón, igual que los pterosaurios.
Los ictiosaurios aparecieron hace unos 250 millones de años, a principios del Triásico. Habían evolucionado a partir de reptiles terrestres, de forma parecida a como, mucho tiempo después, evolucionaron las ballenas y delfines a partir de mamíferos terrestres. Los ictiosaurios se parecen a los peces modernos y a los delfines. Tenían el hocico largo y puntiagudo y, generalmente, en las mandíbulas tenían un gran número de pequeños dientes cónicos para atrapar presas pequeñas, como peces y cefalópodos. Las partes duras de las presas, como las espinas de los peces y los picos de los calamares, se retenían sin digerir en el estómago y se regurgitaban. Algunas especies, como Thalattoarchon, un ictiosaurio de más de ocho metros de longitud que vivió en el Triásico medio, hace unos 245 millones de años, eran superdepredadores, equipados con grandes dientes con forma de cuchilla para capturar presas de gran tamaño.
Dos especies se disputan el título de canguro más grande: Procoptodon goliah y Sthenurus stirlingi. El canguro Procoptodon goliah, que vivió durante el Pleistoceno, alcanzaba los 2,7 metros de altura y pesaba entre 200 y 240 kilos. Tenía en las manos dos dedos muy largos equipados con grandes garras, probablemente para agarrar las ramas y acercarlas a la boca. Vivía en regiones semiáridas del sur y el este de Australia, y también se han encontrado huellas fósiles en la isla Canguro, frente a las costas de Australia Meridional. Sthenurus stirlingi alcanzaba una longitud total de 3,5 metros y un peso de 240 kilos. Tenía la cola más corta y gruesa que los canguros actuales, el cuello corto y los brazos largos.
La historia de las tortugas marinas se remonta a mediados del Cretácico inferior, hace unos 120 millones de años. La tortuga marina más antigua que conocemos es Desmatochelys. El primer ejemplar de Desmatochelys fue descubierto por un trabajador del ferrocarril cerca de Fairbury, en Nebraska, y descrito por el paleontólogo Samuel Wendell Williston, de la Universidad de Kansas, en 1894. Se trata de una tortuga de metro y medio de largo, con un cráneo de unos veinte centímetros, con grandes fosas nasales. Las patas delanteras tenían forma de remo, y el plastrón, la parte ventral del caparazón, apenas estaba unido a la parte superior. Más tarde se han descubierto otros especímenes en Dakota del Sur, Kansas, Arizona, Canadá y México.
Hace 252 millones de años, la extinción masiva del Pérmico-Triásico hizo desaparecer el 57% de todas las familias biológicas, el 83% de los géneros, el 81% de las especies marinas y el 70% de las de vertebrados terrestres. Se trata de la mayor extinción ocurrida en la historia de la Tierra, y marca el final de la era paleozoica y el comienzo de la mesozoica. Entre los vertebrados que sobrevivieron a la extinción, el más exitoso fue Lystrosaurus, un terápsido dicinodonto herbívoro, pariente lejano de los mamíferos. Su nombre significa “lagarto pala”. Se han descubierto fósiles de Lystrosaurus en la Antártida, la India, China, Mongolia, la Rusia europea y Sudáfrica.
En el norte de Groenlandia, en la península de Nansen, se encuentra el yacimiento de Sirius Passet. Descubierto en 1984, desde entonces se han recogido más de diez mil fósiles del Cámbrico medio, hace unos 520 millones de años. En aquella época, el lugar se encontraba en la costa de un continente llamado Laurentia, formado por Groenlandia y Norteamérica, en latitudes tropicales al sur del Ecuador. La fauna de Sirius Passet está formada por artrópodos, esponjas, moluscos, gusanos y otros animales que no se pueden asignar con facilidad a los grupos actuales. Entre estos últimos destaca Halkieria. Aunque se han encontrado fósiles de Halkieria, y de otras especies emparentadas, que forman el grupo de los halkiéridos, por todo el mundo, en 1989 se descubrió en Sirius Passet el único espécimen completo de este animal.
Hasta el siglo XX, habitaba en las zonas costeras del mar Caribe, el golfo de México y el Atlántico, desde la Florida hasta Colombia y Venezuela la foca monje del Caribe (Neomonachus tropicalis), declarada extinta por la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza en 1994. La foca monje del Caribe podía alcanzar los 2,4 metros de longitud, y un peso de entre 170 y 270 kilos. Los machos eran más grandes que las hembras. Se reunían en tierra para descansar y para parir, en grupos de entre 20 y 40 ejemplares, aunque a veces llegaban hasta un centenar. Preferían las playas arenosas en islas y atolones recónditos. Las crías, que nacían alrededor del mes de diciembre, medían un metro de largo y pesaban entre 16 y 18 kilos; estaban cubiertas por un lanugo negruzco. Como otras focas, las focas monje del Caribe eran torpes en tierra, lo que unido a su falta de agresividad y a que no tenían miedo de los humanos, las convirtió en presa fácil para los cazadores.
Hace unos 110 millones de años, a mediados del Cretácico, la cuenca de Araripe, en el nordeste de Brasil, era una región costera árida donde había una albufera rodeada de vegetación tropical y habitada por dinosaurios carnívoros, pterosaurios, cocodrilos, tortugas y peces. Uno de esos dinosaurios era Irritator challengeri, un espinosáurido pariente del espinosaurio, del que hablamos hace unos años en Zoo de fósiles. El nombre de Irritator refleja la frustración de los paleontólogos del Museo Estatal de Historia Natural de Stuttgart cuando recibieron el cráneo de este dinosaurio, que habían comprado a unos traficantes de fósiles. El cráneo estaba aplastado y en parte machacado, y faltaba el extremo del hocico. Aunque el lado derecho estaba bien conservado, el izquierdo había sido dañado durante la recolección.
Hace unos meses, hablando del gran varano australiano Megalania, citábamos a Quinkana, un cocodrilo de tres metros de longitud, entre los grandes depredadores australianos. A diferencia de los cocodrilos actuales, de vida acuática, Quinkana vivía y cazaba en tierra firme. Este cocodrilo apareció hace unos veintiocho millones de años, a finales del Oligoceno, y se extinguió a finales del Pleistoceno, hace unos diez mil años. Sus restos se han encontrado sobre todo en Queensland, en el nordeste de Australia. Su nombre procede de los quinkans, unos espíritus de la mitología de los aborígenes Kuku Yalanji, representados como figuras humanoides muy estilizadas, o más raramente como cocodrilos, en las pinturas rupestres de la región.
Hace más de un siglo, en 1899, el geólogo canadiense George Frederick Matthew describió una espina fósil aislada con el nombre de Orthotheca corrugata. Con una simple espina no es mucho lo que se puede hacer, pero Matthew la relacionó con el género Orthotheca, que por entonces se consideraba un gusano anélido, aunque hoy se clasifica en el grupo de los hiolitos, unos pequeños animales de concha cónica que vivieron en el Paleozoico. Corrugata significa “acanalada”, pues así era la espina fósil, que se había encontrado en el monte Stephen, en el sudeste de la Columbia Británica, donde también se encuentra el famoso yacimiento de los esquistos de Burgess. Fue allí donde años más tarde, en 1911, el paleontólogo estadounidense Charles Doolittle Walcott encontró varios fósiles con las mismas espinas, que clasificó como gusanos poliquetos con el nombre de Wiwaxia.
Hace casi doscientos años, en 1832, el derrumbamiento por la lluvia de una colina en Arkansas dejó al descubierto un alineamiento de huesos más o menos circulares que se extendían dispersos a lo largo de más de cien metros. Algunos de estos huesos se usaron como morillos, para apoyar la leña en los hogares, pero el propietario de las tierras, el juez Henry Bry, pensó que pertenecían a algún tipo de monstruo marino y podían tener interés científico; pudo rescatar unos pocos, que envió a la Sociedad Filosófica Americana de Filadelfia. Así comenzó la historia moderna del Basilosaurus, un superdepredador marino que vivió en los mares tropicales y subtropicales durante el Eoceno superior, hace entre 41 y 34 millones de años. Medía entre 17 y 20 metros y fue uno de los primeros cetáceos conocidos.
Los dinosaurios acorazados forman el suborden de los tireóforos, que significa “portadores de escudo” en griego. Los tireóforos evolucionaron de pequeños dinosaurios herbívoros bípedos corredores. Aparecieron en el continente septentrional de Laurasia, que más tarde dio origen a Eurasia y Norteamérica. Hoy hablamos de Scutellosaurus, que vivió en Arizona durante el Jurásico inferior, hace alrededor de 196 millones de años. Emausaurus, que vivió en el norte de Alemania quince millones de años más tarde, y representa la transición de la bipedia a la cuadrupedia. Mejor conocido es Scelidosaurus, de cuatro metros de longitud y poco menos de trescientos kilos de peso, que vivió hace 190 millones de años en lo que hoy son las islas Británicas.
Hace más de 50 000 años, cuando los primeros pobladores humanos llegaron a Australia, tuvieron que enfrentarse a tres grandes depredadores hoy desaparecidos. Uno de ellos era el león marsupial, del que ya hemos hablado. El león marsupial tenía un tamaño intermedio entre un leopardo y un león. Más grande era el segundo depredador extinguido: Quinkana, un cocodrilo terrestre de unos tres metros de longitud. Pero a ambos los superaba el megalania, el lagarto terrestre más grande conocido. No se ha descubierto ningún fósil completo del megalania, así que las estimaciones de su tamaño son poco precisas. El paleontólogo Ralph Molnar, en un estudio comparativo con las especies vivientes más próximas, propone que el megalania podía alcanzar 7,9 metros y un peso de 320 kilos de media, con un máximo de 1940 Kg.
Hace 505 millones de años, a mediados del Cámbrico, parte de lo que hoy son las montañas del oeste del Canadá se encontraba bajo el mar, cerca de un acantilado submarino vertical. De tanto en tanto, un alud de barro cubría el lecho marino. Los seres vivos que tenían la mala suerte de encontrarse allí morían por la falta de oxígeno y quedaban enterrados. Así surgió la formación geológica de los esquistos de Burgess, donde, en 1966 el paleontólogo británico Harry Blackmore Whittington descubrió un nuevo ejemplar muy bien conservado de Opabinia, un animal tan extraño que en la primera presentación pública del análisis de Whittington, la audiencia estalló en carcajadas. Con una longitud total de unos diez centímetros, su característica principal es la trompa o probóscide hueca y flexible que se proyecta hacia abajo desde la parte inferior de la cabeza.
Hace tres décadas, en los años noventa, la biología molecular revolucionó la clasificación de los seres vivos. Hasta entonces, las clasificaciones estaban basadas exclusivamente en caracteres anatómicos, lo que en muchos casos indujo a error. Por ejemplo, se creía que los parientes más cercanos de los hipopótamos eran los cerdos y jabalíes hasta que la genética demostró que están más próximos a los rumiantes. Pero lo más sorprendente es que tampoco los rumiantes son los parientes más cercanos de los hipopótamos; los parientes vivos más cercanos de los hipopótamos son… los cetáceos, o sea, las ballenas y delfines. Así que los cetáceos se tienen que clasificar dentro del grupo de los ungulados, con las vacas, los cerdos, los ciervos, los antílopes, los camellos…
Hace unos 98 millones de años, a mediados del Cretácico, el norte de la Patagonia argentina era una región árida con campos de dunas atravesados por cursos de agua con grandes variaciones estacionales, y con algunos parches de bosques pantanosos. Allí habitaban peces, anfibios, tortugas, serpientes y mamíferos primitivos, pterosaurios y una gran variedad de dinosaurios. Entre los dinosaurios carnívoros, el mayor es Giganotosaurus, uno de los mayores depredadores terrestres de todos los tiempos. Su nombre significa en griego “lagarto gigante del sur”. Los restos más completos de Giganotosaurus corresponden a un individuo de doce a trece metros de largo, con un cráneo de metro y medio a metro ochenta, y un peso de entre cuatro y catorce toneladas. Este esqueleto se expone en el Museo Paleontológico Ernesto Bachmann, en Villa El Chocón, localidad de la provincia argentina del Neuquén, a dieciocho kilómetros del yacimiento donde se descubrió.
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