Apocalipsis | Capítulos 1 y 2 - Saludos y Doxología
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El Imperio romano, como la mayoría de los reinos del mundo antiguo, se proyectaba a sí mismo como designado por las divinidades para gobernar sobre la tierra. Justificaba su control económico y político con bases espirituales. La religión del imperio incluía la adoración a los dioses romanos tradicionales y la veneración a los césares como seres divinos. Esta tendencia a adorar al emperador comenzó inicialmente con César Augusto, quien dirigió la transición de Roma de una república a un imperio. La siguiente inscripción de Asia Menor en el año noveno a.C. muestra cómo el régimen de César se proclamó en términos políticos y religiosos:
La providencia que ha regulado toda nuestra vida, demostrando preocupación y celo, ha ordenado la consumación más perfecta para la vida humana al dársela a Augusto, al llenarlo con virtudes para realizar la obra de un benefactor entre los hombres y al enviarlo en él, como si lo fuera, un salvador para nosotros y para los que nos seguirán, para hacer que cese la guerra, para crear orden en todas partes; por eso el día natalicio del dios Augusto fue para el mundo el principio de las buenas noticias llegadas a los hombres por él.
Para la época del emperador Domiciano (81–96 d.C.), se había instalado bien este evangelio de la pax romana [paz romana]. Las ciudades opulentas del occidente de Asia Menor competían entre sí por el favor y el patrocinio del emperador, proclamaban su divinidad y promovían el culto de adoración a él. Cualquier resistencia a este culto ponía en riesgo las esperanzas de la ciudad de obtener el favor imperial. Pero los creyentes en Jesús que vivían en estas ciudades reconocían a un Salvador diferente y adoraban únicamente al verdadero Dios.
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