Capítulo 15-Quién es Mercedes, la libertadora de esclavos? Parte1
Update: 2024-01-18
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El resultado de ADN de Abuelas de Plaza de Mayo dio negativo, y como dijo el juez de la causa, ahí se cerraba el caso. Y a pesar de que Claudia Carlotto me dijo que no era así, que como la tecnología seguía avanzando, existía la posibilidad de que aún se encontrase algún familiar en el futuro, para mí ya no había camino a recorrer.
Después de recibir la noticia ese 30 de marzo del 2016, no quería saber más nada ni de mi búsqueda, ni de mis expectativas, ni de mi misma.
Más que nada lo que sentía era vergüenza. Había convencido a la gente alrededor mio de mi historia, de que yo era parte de un hecho histórico, de que yo tenía relevancia, que yo era la respuesta a la búsqueda de una abuela que desesperadamente me estaba buscando. Yo era especial. Había hasta logrado convencerme a mí misma de eso. Pero ahí estaban las pruebas. No lo era. En mi mente, y para el resto del mundo, volví a ser simplemente otra persona adoptada, regalada o vendida. Era hija de una persona pobre, un error de alguien que, a diferencia de la clase media y alta, no tuvo acceso a la posibilidad de abortar. Cómo se me ocurrió a mí creer que yo podría ser algo más que eso? No me lo habían dejado ya todos en claro? Yo y mis supuestos “genes villeros".
Como ya conté antes, volví a Suecia y decidí encerrarme en mi estudio de música, volcarme al trabajo, y hacer de cuenta que desaparecí. Que no existo. Y que nunca jamás se me ocurriese siquiera pensar en tocar el tema de la búsqueda de mi identidad,
Qué vergüenza que sentía….
Pero que me estaba pasando? Porque no era sólamente el dolor y desesperanza de no encontrar una familia biológica, había algo más torturándome el alma. Podía escuchar las voces dentro mío cuando cerraba los ojos. Podía ver las escenas de mi infancia y adolescencia repitiéndose una y otra vez y no encontraba forma de defenderme de estas “verdades” que me acosaban día y noche.
Mi pareja en ese momento me decía: “Que seas hija de desaparecidos o no, no cambia el hecho de que de todas formas sucedió una tragedia en el momento en el que naciste”, cuando veía que yo no me permitía sentir el dolor del resultado de la prueba de ADN. Él me decía que el hecho de que yo no hubiese crecido con mi familia biológica ya era herida suficiente. Yo no entendía a lo que se refería. Escuchaba sus palabras, podía entender lo que decía, pero no su significado.
Porque no podía yo sentir compasión por mi propia historia? Porque me revoqué a mi misma el derecho a sentir mi propio dolor y en vez sólo sentía vergüenza?
Me costó encontrar el enemigo que me acechaba esta vez. Un enemigo inteligente y sigiloso, que se había escondido entre los pliegues de mi corteza cerebral y el tejido muscular de mi corazón, desde donde bombeaba su veneno permanentemente.
Lo que había encontrado un huésped perfecto en mí era el racismo que me rodeó desde tan pequeña. Un racismo internalizado que se había normalizado en forma de voz interior que me repetía las razones una y otra vez de porque yo era genéticamente inferior. Una voz certera e insistente que era casi imperceptible. Una voz que no era la mía, sino del mundo en el cual vivimos que categoriza a las personas como superiores e inferiores. Un arma extendida del poder regente que tiene como propósito mantener esas diferencias, las estructuras de poder y privilegios al dividirnos entre negros, morenos y blancos, heterosexuales, bisexuales y homosexuales, mujeres y hombres, sociedades “civilizadas” versus sociedades “primitivas”, países “desarrollados” versus países “en desarrollo” y mucho más, desde el colonialismo Europeo.
Bueno, fue mi forma de sobrevivir. Fue lo que tuve que adoptar de niña para poder encontrar un espacio donde me aceptasen.
En pocas palabras, mi niña interior se dijo a sí misma: “si no puedes contra ellos, úneteles”, y a pesar del dolor que le causaba, eligió rechazarse a sí misma y así al menos sentir que tenía algo en común con el grupo de personas que la rodeaba, al menos algo con lo que podía identificarse con ellos.
Todo ese discurso tóxico había echado raíces dentro mío, pero no de la forma clásica en la que suele verse expresado el racismo. Eso no me hubiese sido difícil de detectar. El discurso racista se expresaba en el rechazo que yo sentía hacia el color de mi piel, hacia mi pelo enrulado y oscuro, hacia mis caderas, hacia todas las ondulaciones de mi cuerpo, hacia las facciones de mi cara, y el color de mis ojos, hacia el tono de mi voz, mi boca grandota y mi risa fuerte. Porque todo aquello, me habían dicho, era muestra clara de que yo era inferior.
Tal vez la forma más fácil de describirlo es la explicación que me dió mi amiga mexicana, cuando me contó porqué le había sido a ella tán difícil salir del closet y reconocerse como homosexual. Mi amiga me contó que su familia y la sociedad de clase alta, católica que la rodeó toda su vida, tal cómo sucede todavía en muchas partes del mundo, estaba fuertemente en contra de la homosexualidad. Es más, la homosexualidad estaba asociada con inmoralidad, con perversión. Años más tarde, cuando ella ya se había instalado en Suecia, lejos de la sociedad en la que creció, y sumamente a gusto con la inclusión y apertura mental de la sociedad sueca hacía la variedad de género y orientación sexual, todavía sentía que le era imposible salir del clóset. Y una vez que logró hacerlo, fue un proceso lento el deshacerse de la vergüenza por su orientación sexual. A pesar de que a ninguna de las personas cercanas que la rodeaba en su nueva vida en Estocolmo, les parecía problemático que no fuera una mujer heterosexual, a ella le demandó años poder aceptarse a sí misma.
Lo extraño, me comentó, era que ella nunca jamás sintió rechazo hacia otras personas homosexuales. Nunca trataría a alguien de la misma forma en la que ella se trataba a sí misma, nunca pensaría de la misma forma refiriéndose hacia otras personas. Nunca maltrataría a nadie por no ser heterosexual. La homofobia sólo era hacia sí misma.
Los mecanismos de supervivencia del ego pueden ser muy inteligentes y disfrazarse de lo que haga falta, para asegurarse que estemos a salvo.
La vergüenza piensa que nos salva del dolor punzante del rechazo de otras personas, al rechazarnos a nosotros mismos primero. Algo así como: “No hace falta que me peguen, yo ya me pego sóla. No hace falta que me rechacen, yo ya sé que no debería ser aceptada” Atacar primero, para evitar que a una la ataquen, y así minimizar o controlar el impacto que la realidad que nos rodea tendría en nuestra niña interior, que tanto desea ser aceptada y vista. Pero por supuesto que duele igual, que todo nos pasa igual.
Acá un ejemplo claro de mi infancia:
Acá un ejemplo claro de mi infancia:
Cómo muchos otros niños, cuando era chiquita, mi mamá en los veranos me mandaba a la colonia. Esta colonia pertenecía a la comunidad alemana. Todos los días nos pasaba a buscar el micro de la colonia, que nos llevaba al club deportivo alemán, donde nos pasábamos el día entero. Hay una escena recurrente de esos tiempos, de cuando yo tenía 6 años, que no me olvido más, que describe cómo yo ya de chiquita había entendido de qué forma se me percibía. Estábamos cambiándonos en el vestuario, todas las nenas de la colonia y yo. Yo veía que me miraban y se hablaban entre sí. Veía cómo me evitaban, veía como murmuraban. Así que me acerqué a un par de ellas y les dije: “Ya sé que soy una negrita. No tienen que jugar conmigo si no quieren”. No me acuerdo bien que pasó después, pero lo que sí recuerdo es que no la pasé mal. Recuerdo ver alivio en la cara de las nenas. Ya no me tenían que rechazar, yo ya lo había hecho por ellas. El racismo estaba internalizado desde hacía tanto tiempo. Y lo más interesante, era que gracias a entender el dolor que me provocaba a mí, que nunca en la vida trataría a otra persona de esa forma. Sólo a mí misma. Yo vine fallada.Yo estaba mal. Nadie más.
Muchos años más tarde, a esto se le sumó el mensaje tácito de la sociedad argentina, que me indicaba que yo como posible hija de desaparecidos apropiada tenía un valor mucho mayor, que si simplemente era hija de una persona pobre. Mensaje que fue sentido y confirmado por varias personas que pasaron por el mismo proceso de búsqueda por el que pasé yo.
De más está decir, el racismo existe en todas partes. Sin hacer un análisis profundo de porque es algo tán común entre los seres humanos, es innegable ver que fácil que hecha raíces y cómo actúa entre nosotros la mayor parte del tiempo de forma inconsciente y hasta en algunas personas de forma consciente y abierta.
A veces, las personas pueden pararse a revisar si los propios pensamientos o forma de actuar son racistas, y corregir su forma de pensar y actuar, e intentar ampliar la percepción del mundo que las rodea, y a veces no tienen la capacidad de hacerlo. A veces, las personas están tan acostumbradas a ver las cosas de la misma forma y sus creencias están tan arraigadas, que el mero hecho de ver las cosas desde otro punto de vista les genera una migraña, un ataque de pánico o un arranque de rabia. “Porque si no hay raza superior e inferior, entonces, dónde nos posicionamos y que valor tenemos realmente?” dice el ego perezoso que se niega a cambiar. El ego muerto de miedo que no quiere ser rechazado, que quiere pertenecer al grupo correcto de personas. Al grupo elegido y privilegiado.
Personalmente, aunque me reconozco como humana limitada que hace lo que puede con las herramientas que tiene, tengo que decir que prefiero cada día de mi vida ejercitar mi cerebro y ampliar mi percepción del mundo que me rodea. Cuestionar las supuestas verdades con las que crecí y desafiar el miedo de mi ego. El mundo para mí es más lindo así, el racismo nunca me dió nada más que dolor y prejuicios, y esa vida no es la que yo elijo vivir.</div
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